Sábado, 11 de diciembre
Tan ordinario
En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, y Dios mismo era la Palabra. La Palabra estaba en el principio con Dios. Por ella fueron hechas todas las cosas. Sin ella nada fue hecho de lo que ha sido hecho. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no prevalecieron contra ella. (Juan 1:1-5)
Seis meses después, Dios envió al ángel Gabriel a la ciudad galilea de Nazaret para ver a María, una virgen que estaba comprometida con José, un hombre que era descendiente de David (Lucas 1:26-27).
El contraste es atrapante. Por un lado tenemos a Jesús como la Palabra de Dios, Dios el Hijo quien vive desde la eternidad y hasta la eternidad. Y luego lo vemos dejando a un lado su gloria para convertirse en un embrión en el vientre de una joven en un pueblo pequeño en Galilea.
Cuando miro alrededor de mi escritorio, veo cosas muy ordinarias. Una planta en maceta en la ventana. Una pila de cuentas a pagar. Un par de zapatos olvidados en el suelo. El perro bostezando en un rincón. ¿Cómo puede ser que ese Dios grande y santo tenga interés en mi vida ordinaria?
Es casi imposible de creer; excepto que Él lo ha dicho, y Dios nunca miente. Pequeños y ordinarios como somos, le importamos. Él nos ha dicho: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3: 16a). “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19: 10). “Ustedes no me eligieron a mí. Más bien yo los elegí a ustedes” (Juan 15: 16a).
Dios realmente nos quiere, ¡te quiere a ti! Y es por eso que Jesús vino a salvarnos.
Señor, no puedo comprenderlo, pero sé que me amas. Ayúdame a confiar en ti. Amén.
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(Devocional extraído de la serie: Hijo de la promesa – www.paraelcamino.com)