Martes, 8 de marzo
Uno por todos
Y cuando el poderoso filisteo se encaminó para encontrarse con David, éste rápidamente se colocó en línea de combate frente al filisteo, metió su mano en el morral y, sacando una piedra, la colocó en su honda y la arrojó con fuerza al filisteo. La piedra se incrustó en la frente de Goliat, y éste cayó con la cara al suelo. 1 Samuel 17:48-49
Muy pocos habrían apostado algo en favor del humilde pastor David cuando fue a pelear con el poderoso Goliat. El gigante filisteo tenía todas las de ganar. Sí David perdía, no sólo perdía él, sino todo un pueblo cuya suerte estaba atada a la suya. El pacto era que las huestes del perdedor quedarían a merced del ganador y sus huestes. Si Goliat ganaba, desde la viuda más humilde al amo más poderoso, todos, absolutamente todos, serían considerados siervos y esclavos del poder filisteo. ¿Qué israelita no habría alentado a David para que triunfe?
Eso sucede cuando nuestro destino queda ligado a la suerte de quien nos representa. Ese que va a la batalla es como la cabeza. La suerte del cuerpo, como en un parto, queda a merced de lo que sucede con la cabeza. Algo muy parecido sucedió cuando Jesús se encaminó a la cruz. Él iba como nuestro representante. Muchos se burlaban de él. No tenía ejército. Su apariencia daba lástima. Tal vez tú y yo nos avergonzaríamos de su apariencia. Pero él era el valiente León de Judá que se jugaba la vida por toda la humanidad.
¿Quiénes estaban enfrente? Todos los poderes que desde la salida del Edén habían provocado esclavitud, sufrimiento, desesperación y muerte. La suerte de Jesús es la nuestra. Si rehúye de la cruz, estamos perdidos; irremediablemente. Pero Jesús triunfó. Fue obediente hasta la muerte. Su muerte es nuestra muerte. Su obediencia es nuestra obediencia. Su resurrección es nuestra resurrección. ¡Somos libres! ¡Ganamos!
Amado Jesús: Te alabo y te doy gracias porque has dado tu vida por mí. Amén
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(Devocional extraído de la serie: Por ti y por mi – www.paraelcamino.com)